sábado, 17 de julio de 2010

Se extiende hasta donde la vista alcanza y llega al horizonte, trepa por las montañas, cubriendo sus  laderas,  como un vestido de gasa abandonado, olvidado en la playa, pero no un vestido cualquiera, sino más bien un vestido de gasa muy pesado, un vestido de gasa de ladrillo, de los que no se arrugan, y al que no arrastra el agua o la marea. Cada noche, si uno la observa desde un lugar lo suficientemente alto,  resplandece cubierta de luciérnagas, duerme, y lo hace sin moverse ni un ápice del sitio, insisto, hasta que al regresar el día y las luciérnagas, casi sin darte cuenta, van desapareciendo de una en una y amanece... Si uno la observa atentamente, puede acabar pensando que está viva, la ciudad, siempre y cuando la observe desde lejos,  lo más lejos posible y bien atento, te lo digo de veras. Porque cuando uno la conoce a fondo, cuando uno conoce sus tuberías, sus desagües, y mira a la ciudad de cerca, las miserias que asolan sus esquinas, los insectos, las libélulas, cuando lo hace de cerca, la ciudad se parece mucho a un esqueleto, a unos restos varados de ballena, un mamífero de piedra, embalsamado, etcétera...